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sosteniéndose doctrinas que en otros paises hu bieran parecido alarmantes. Tan pronto como se nos comunicaron los errores, se hizo sentir tambien la exageracion; nunca se han ponderado mas los derechos de los monarcas que en tiempo de Carlos III., es decir cuando se inau→ guraba entre nosotros la época moderna.

La Religion dominando en todas las conciencias, las mantenia en la obediencia debida al Soberano, y no habia necesidad de que se le favoreciese con títulos imaginarios, bastándole como le bastaban los verdaderos. Para quien sabe que Dios prescribe la sumisión á la potestad legítima, poco le importa que esta dimane del cielo mediata ó inmediatamente; y que en la determinacion de las formas políticas y en la elección de las personas ó familias que han de ejercer el mando supremo, le haya cabido á la sociedad mas o menos parte. Asi vemos que á pesar de hablarse en España de pueblo, de consentimiento, de pactos, estaban rodeados los monarcas de la veneracion mas profunda, sin que en los últimos siglos nos ofrezca la historia un solo ejemplar de atentado contra sus personas; siendo además muy raros los tumultos populares, y debiéndose los que acontecieron á causas que nada tenian que ver con estas ó aquellas doctrinas.

¿Cómo es que á fines del siglo XVI, no alarmaron al consejo de Castilla los atrevidos principios de Mariana en el libro de Rege et Regis

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institutioné, y á fines del XVIII, le causaron tanto espanto los del Abate Spedalieri? La razon no se encuentra tauto en el contenido de las obras como en la época de su publicacion; la primera salió á luz en un tiempo en que los Españoles afianzados en los principios religiosos y morales, se parecian á aquellas complexiones robustas que pueden sufrir alimentos de mala digestion; la segunda se introdujo en nuestro suelo, cuando las doctrinas y los hechos de la revolucion francesa hacian estremecer todos los tronos de Europa, y cuando la Propaganda de Paris comenzaba á malearnos con sus emisarios y sus libros.

Asi como en un pueblo donde prevaleciesen y dominasen la razon y la virtud, donde no se agitasen pasiones malas, donde todos los ciudadanos se propusiesen por fin en todos sus actos civiles el bien y la prosperidad de su patria, no serían temibles las formas mas populares y mas latas; porque ni las reuniones numerosas producirian desórdenes, ni las intrigas oscurecieran el mérito, ni sórdidos manejos ensalzaran al go bierno á personas indignas, ni se explotarian los nombres de libertad y de felicidad pública, para labrar la fortuna y satisfacer la ambicion de unos pocos, asi tambien en un pais donde la religion y la moral reinen en todos los espíritus, donde no se mire como vana palabra el deber, donde se considere como un verdadero crímen á los ojos de Dios la turbacion de la tranquili

dad del estado, y la rebelion contra las autoridades legítimas, serán menos peligrosas las teo

rías en que analizándose la formacion de las sociedades, é investigándose el origen del poder civil, se hagan suposiciones mas o menos atrevidas, y se establezcan principios favorables á los derechos de los pueblos. Pero cuando estas condiciones faltan, poco vale la proclamacion de doctrinas rigurosas; de nada sirve el abstenerse de nombrar el pueblo como una palabra sacrílega; quien no acata la magestad divina, ¿cómo queréis que respete la humana?

Las escuelas conservadoras de nuestros tiempos que se han propuesto enfrenar el ímpetu revolucionario, y hacer entrar las naciones en su cauce, han adolecido casi siempre de un defecto que consiste en el olvido de la verdad que acabo de exponer. La magestad real, la autoridad del gobierno, la supremacía de la ley, la soberanía parlamentaria, el respeto á las formas establecidas, el órden, son palabras que salen incesantemente de su boca, presentando estos objetos como el paladion de la sociedad, y condenando con todas sus fuerzas la república, la insubordinacion, la desobediencia á la ley, la insurreccion, las asonadas, la anarquía; pero no recuerdan que estas doctrinas son insuficientes cuando no hay un punto fijo donde se afianze el primer eslabon de la cadena. Generalmente hablando, esas escuelas salen del seno mismo de las revoluciones, tienen por directores á hom

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bres que han figurado en ellas, que han contribuido á promoverlas é impulsarlas, y que ansiosós de lograr su objeto, no repararon en minar el edificio por sus cimientos, debilitando el ascendiente de la religion y dando lugar á la relájacion moral. Por esta causa, se sienten impotentes cuando la prudencia ó sus intereses propios les aconsejan decir basta; y arrastrados como los demás en el furioso torbellino, no aciertan á encontrar el medio de parar el movimiento, ni de darle la debida direccion.

Oyese á cada paso que se condena el Contrato Social de Rousseau, por sus doctrinas anárquicas; mientras por otra parte se vierten otras, que tienden visiblemente al enflaquecimiento de la Religion; creeis por ventura, que es solamente el Contrato Social lo que ha trastornado la Europa? Daños gravísimos ha producido sin duda; pero mayores los ha causado la irreligion, que tan hondamente socava todos los cimientos de la sociedad, que relaja los lazos de familia, y que dejando al indivíduo sin freno de ninguna clase, le entrega á merced de sus pasiones, sin mas guia que los consejos del torpe egoismo.

Empiezan ya á penetrarse de estas verdades los pensadores de buena fe: pero en las regiones de la política existe todavía el error de atribuir á la simple accion de los gobiernos civiles una fuerza creadora, que independientemente de las influencias religiosas y morales, alcanza á constituir, organizar, y conservar la

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mo estas verdades: los daños de la sociedad no dimanan principalmente de las ideas. ni sistemas políticos; la raiz del mal está en la irreligion; y si esta no se ataja, será inútil que se proclamen los principios monárquicos más rígidos. Hobbes adulaba á los reyes algo mas por cierto que no lo hacia Belarmino; sin embargo, en comparacion del autor del Leviathan, ¿qué soberano juicioso no preferiria por vasallo al sabio y piadoso Controversista? (4.)

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