Y el viene en ella bañado. Los mas bravos corazones Que humano pecho ha encerrado, Juntos á batalla vienen, Con fuerza y ánimo osado. Para verla se suspende t La del uno y otro campo, Entre la esperanza y miedo Los corazones temblando. v El cielo que á Orlando espera, Fortuna que se ha cansado, Dan y quitan la victoria
Detente, bnen mensagero, Que Dios de peligros guarde, Si acaso eres Albanés
Como lo muestra tu trage; Y dime de aquel tu dueño Que perdido en Roncesvalles, Los Moros de Zaragoza Présentaron á Amurates. ¿En qué entretiene los dias De la mañana á la tarde? Aunque todo le és de noche Para quien vive en la carcel. Y dime, si está muy triste, Que no es posible que baste Su valor y su paciencia Para destierro tan grande.
Y si es verdad, como dicen, Que libertad quieren darle, Para que vuelva otra vez A cautivar libertades.
Que despues que aquí se trata Su libertad y rescate,
Dos mil albas han salido,
Y nunca la suya sale.
No sé que tiene de bueno, Que en toda Alemania y Flandes No hay muger que no le adore, Ni hay hombre que no le alabe. Siendo su sangre tan buena, Que nadie iguala su sangre, Vale mas él por sí solo, Que por su nobleza vale. Yo soy á quien no conoce, Y quien de solo miralle Matar los toros un dia,
No hay gusto que no me mate; Y con saber que en viniendo Ha de acabar de matarme, Ruego a Dios que presto sea Aunque él me remedie tarde. Ese cautivo, Madama, Que fué de los Doce Pares, Le responde el mensagero, Cerca está de rescatarse. Bravas galas se aparejan De vestidos y plumages, Para de España salir
Y entrar en Francia galanes.
Pero no espero, Señora, Vuestro remedio ni aun tarde, Que aunque ahora libre el cuerpo, Tiene el alma en otra parte. Muchos tiempos ha que adora A la hermosa Bradamante, Tan justamente perdido, Que llama gloria sus males. La Francesa que esto oyó Sin que mas razon aguarde, Cerró la ventana, y fuese. Rompiendo á voces los ayres.
Regalando el tierno vello De la boca de Medoro,
La bella Angélica estaba
Sentada al tronco de un olmo.
Los bellos ojos le mira Con los suyos pïadosos, Y con sus hermosos labios
Mide sus labios hermosos.
¡Ay Moro venturoso,
Que á todo el mundo tienes envidioso! Convaleciente del cuerpo
Estaba el dichoso Moro, Y tan enfermo del alma, Que al cielo pide socorro. Enternecida á las quejas Angélica de Medoro,
Le cura con propia mano,
Y queda sano del todo.
¡Ay Moro venturoso,
Que á todo el mundo tienes envidioso!
A las quejas y dulzuras,
Que los dos se dicen solos, Descubiéndoles el eco Orlando llegó furioso; Y viendo á su yedra asida
Del mas despreciado tronco, Pone mano á Durindana
Lleno de celos y enojo.
¡Ay Moro venturoso,
Que á todo el mundo tienes envidioso!
Y de los Moros de España: Aquí sus hermosos brazos, Como yedra que se enlaza, Ciñeron su cuello y pecho, Haciendo un cuerpo dos almas. Estas palabras de fuego Escritas con una daga
En el marmol de una puerta El Conde Orlando miraba; Y apenas leyó el renglon De las postreras palabras, Cuando con voces de loco Echó mano á Durindana,
Y dando sobre las letras
Una y otra cuchillada,
Jon Con el encantado acero Piedras y centellas saltan. Que de palabras de amor No solamente en las almas, En las piedras entra el fuego, Y de ellas sale la llama. La columna deja entera, Como lo está su esperanza, Que confiesa ser mas firme, Que no el valor de sus armas. Entrando la casa adentro, Vió pintada en una cuadra La amarilla y fiera muerte, Que á los pies de un niño estaba. Conoció que era el amor En las flechas y la aljaba, Y unas letras que salian De las manos de una dama. Lo que decian repite,
Como quien no entiende nada, Que en males que vienen ciertos Es gloria engañar al alma. Las letras dicen: Medoro, El grande amor de tu esclava Ha de vencer a la muerte,
Que aun muerto vive quien ama. No tiene el Conde paciencia, Que alborotando la sala, Despedaza cuanto mira: ¡De amor injusta venganza!
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