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de los tiempos. Durante seis siglos, dice Huguenin, (7) ha sido costumbre que las leyes pontificias se publiquen en Roma y se fijen allí públicamente, comenzando desde luego a tener fuerza de ley. El Canonista Ayrinhac tratando de la promulgación de la ley, refiere que en la Constitución Promulgandi del 29 de Septiembre de 1908, S. S. Pio X dispuso que desde el principio de 1909, todas las Constituciones Papales, leyes, decretos y cualesquiera otras disposiciones del Papa o de las Congregaciones Romanas, se insertasen en el Acta Apostolicae Sedis y que mientras no se ordenase otra cosa, debía bastar esto para su promulgación. (8) Esta disposición del Papa Pio X, fué aceptada por el N. Código de Leyes canónicas, pues en las Normae generales trae la siguiente ordenación: "Leges ab Apostolica Sede latae promulgantur per editionem in Actorum Apostolicae Sedis commentario officiali, nisi in casibus particularibus alius promulgandi modus fuerit praescriptus; et vim suam exserunt tantum expletis tribus mensibus a die qui Actorum numero appositus est, nisi ex natura rei illico ligent aut in ipsa lege brevior vel longior vacatio specialiter et expresse fuerit statuta. (9) Las leyes expedidas por la Sede Apostólica, se promulgan por su publicación en el Actorum Apostolicae Sedis Commentarium Officiali, a no ser que se prescriba otra forma de promulgarlos en algunos casos particulares; y suspenden su vigor hasta el término de tres meses después del día de su publicación en el No. del Actorum, a no ser que por la naturaleza del asunto, liguen inmediatamente, o se decrete especial y expresamente en la misma ley una vacación más o menos prolongada.

Antes de la expedición del N. Código, alguna vez se ha puesto en uso cierta forma particular de promulgación: v.g., el Decreto del Conc. de Trento acerca de la clandestinidad del matrimonio, se mandó publicar en todas y cada una de las iglesias parroquiales que estaban por el derecho común en la época de su celebración. (10)

Como las leyes eclesiásticas tienen por objeto las disposiciones que se refieren a los simples fieles, es costumbre publicarlas por mandato del Obispo, los domingos y días festivos en la Iglesia parroquial; también se fijan ordinariamente en el cancel o puertas de las Iglesias. Cuando las leyes conciernen solamente a los ministros de la Iglesia, basta que se publiquen en los Sínodos diocesanos o cuando los reune el Obispo.

Trataré ahora de la Vacación de la Ley, la cual consiste, en que verificada la promulgación de la misma, el inicio de la obligación o también de la irritación no comienza para los súbditos sino después de cierto tiempo v.g., de quince días o dos meses; ésta no ocurre nece

7 Huguenin, Expos. Meth. Art. De Conditione leg. n. 90.

8 Ayrinhac, General Legislation; Promulg. of Eccles. Law, n. 96.

9 Canon 9.

10 Huguenin, lug. citado, par. 90.

sariamente por las sanciones del derecho común en las leyes de los Prelados eclesiásticos inferiores, sino que por sentencia cierta y general, aquellas leyes afectan per se inmediatamente a cada súbdito después de la promulgación, a no ser que el mismo legislador dispusiera otra cosa.

Aun más, para que las mismas leyes de los Romanos Pontífices o de los Conc. Ecuménicos, aun las irritantes, comiencen a obligar, por derecho común escrito o consuetudinario, según la opinión general de los canonistas, no se requiere la vacación de dos meses, sino que inmediatamente después de la promulgación verificada en debida forma, tienen per se fuerza de obligar, a no ser que expresamente se disponga en la misma ley, una vacación más larga o más breve.

Mas aunque aquellas distinciones entre la obligación ad culpam y obligación ad poenam, la obligación en el fuero interno o externo antes o después de pasados dos meses no se apoyan en esta materia sobre fundamento sólido alguno, sin embargo, puede concederse aquello de que al imponer las penas por la lesión de la ley universal o particular promulgada sin vacación, debe tasarse el tiempo por el juez eclesiástico dentro del cual pueda presumirse la ignorancia probable en los súbditos, de la ley promulgada recientemente. Cuyo tiempo si se trata de las leyes pontificias, el juez eclesiástico extra Curiam Romanam, no raras veces decreta con óptimo derecho, que se extienda a dos meses, puesto que en Roma se podría proceder contra los prevaricadores desde el siguiente día de la promulgación. (11)

Un ejemplo notable de la Vacación de la Ley, lo tenemos en la que decretó S. S. Benedicto XV cuando dispuso en la Constitución "Providentissima Mater Ecclesia" que el Nuevo Código de Leyes Canónicas promulgado por dicha Constitución el 27 de Mayo de 1917, no comenzará a obligar sino un año después de la fecha de la Promulgación.

Nada más tengo qué tratar de la Vacación de las Leyes, puesto que generalmente los Legisladores fijan la fecha del inicio de la obligación a los súditos, en los Edictos de Promulgación.

Para terminar este Artículo, diré algo acerca de la Recepción o Aceptación de la Ley, la cual puede definirse así: Submissio qua subditi, saltem quoad majorem et saniorem partem, formaliter vel virtualiter legem acceptant. Ante todo debe observarse, que la ley, en cuanto a su fuerza de obligar, de ningún modo depende de la aceptación de los súbditos, para que el estatuto canónico obtenga todo su valor. Si esto fuera, la autoridad de las leyes junto con la del Superior, quedaría destruida, de donde resultaría la aniquilación del orden social. Consta esto, no solo por la luz del derecho natural, sino también por la proposición 28 condenada por Alejandro VII, que dice así: "Populus non

11 Wernz, lug. cit. n. 101.

peccat etiamsi absque ulla causa non recipiat legem a principe promulgatam." (12)

Per accidens alguna vez no obliga la ley no aceptada, por razón del consentimiento tácito o expreso del superior, o por razón de un privilegio o de una costumbre tolerada. Así lo expresa Ferreres en su Teología Moral, en el Tratado De Lege, Capítulo V.n. 110 y siguientes. Paso a demostrar que la ley no depende per se de la aceptación del pueblo. Si la ley no obligara independientemente de la aceptación del pueblo, provendría esto, o del defecto de voluntad en el legislador o del defecto de potestad. Es así que nada de esto puede decirse: En efecto, no puede faltar la voluntad; y esto lo demuestra tanto la naturaleza de la ley que difiere del consejo, como la fuerza de las palabras precipientes, y la aplicación de las penas con que el legislador urge la observancia de la ley. Tampoco falta la potestad, puesto que el mismo Cristo dió a Pedro la potestad de gobernar a todos los fieles. Mas esta potestad legislativa resultaría vana, si el valor de las leyes dependiera del consentimiento del pueblo. Es cierto que las leyes quedan confirmadas accidentaliter por la aceptación de los fieles, pero no en el sentido de que así reciben fuerza de obligar, sino en el sentido de que por el uso se preservan del peligro de abrogación; pues las leyes cuya observancia se abandona, caen al fin en desuso o son revocadas por el legislador.

Que la aceptación de la ley eclesiástica por el pueblo o los súbditos, no es necesaria para que el estatuto canónico obtenga fuerza de ley y positivo valor, lo confirma el P. Wernz en su Obra citada con la doctrina siguiente: Porque la necesidad de esta aceptación, deberá tomarse o de la falta de potestad en el que impone la ley, que no puede decretarla sin el consentimiento del pueblo, o por benignidad del legislador que, sin que obste su potestad, no quiere obligar de otro modo a sus súbditos si no es aceptada la ley a lo menos por la mayor parte; en la primera hipótesis se supondría un falso principio de derecho en los legisladores eclesiásticos; y en la otra, se sostendría un hecho falso en lo absoluto. (13) Por lo cual, cualquiera que no aceptara una ley canónica adornada de las debidas cualidades y promulgada suficientemente, sería transgresor de las leyes eclesiásticas y debería ser obligado a observarlas por medio de las penas canónicas.

No se opone a la doctrina anterior, que los Obispos ya en lo particular o reunidos en Sínodo o en Conferencia alguna, hagan o pidan con la debida reverencia al R. Pontífice alguna súplica o reconsideración, apoyada en causa racional, y que mientras sea resuelta, se suspenda la ejecución de la ley. Por lo cual, si el Romano Pontífice escuchadas las

12 Ferreres, Teol. Moral, trat. de Lege, art. 20.— y Huguenin, Expos. Meth. De Acceptantione legis, n. 92.

13 Wernz, De Accept. Legis, n. 102; cita a Suarez De lege, libr. 1. cap. 11. n. 7; al mismo libr. 3, cap. 19; idem libr. 4 cap. 16.

razones, pronunciase su juicio y juzgare que no debe procederse a la reconsideración, sus mandatos deberán ejecutarse necesariamente y con prontitud.

Esta doctrina de la Aceptación de la ley Pontificia por los Obispos, conviene tratarla bajo doble aspecto: la cuestión de hecho y la de derecho; o sea, juris et facti.

Cuestión de derecho:-El Sumo Pontífice puede si quiere, obligar con sus leyes sin la aceptación de los Obispos; la razón es, porque al Pontífice compete la potestad legislativa en toda la Iglesia. Ahora bien, la potestad de dar leyes a las que no se obligara nada más que a los que consintieren, no sería potestad legislativa. A esto se refieren no solo las palabras con que Cristo confirió a Pedro y a sus sucesores una potestad no limitada por alguna potestad humana, si que también los cánones con que los concilios definen que al R. Pontífice ha sido divinamente otorgada una potestad plena.

Cuestión de hecho:-La cuestión de hecho, la resuelven Suárez y Benedicto XIV con estos principios:-La sentencia que sostiene que ciertas leyes pontificias que se refieren a la disciplina, de hecho no obligan inmediatamente antes de la aceptación, con tal que esto sea sin menoscabo de la libre voluntad del Pontífice, es lícita. Solamente de algunas, pero no de todas las Constituciones apostólicas, se presume este consentimiento de los Pontífices. Puede presumirse que tal vez alguna Constitución, aunque útil a muchas Diócesis del orbe cristiano, parezca menos oportuna para alguna provincia o Diócesis particular, con tal que se trate de aquella parte de la disciplina que tenga relación más íntima con las circunstancias de tiempo y de lugar; pero de ningún modo se consiente, dice Benedicto XIV, si se trata de las Constituciones que pertenecen a aquella disciplina "quae sacros respicit ritus, caeremonias, Sacramenta, clericorum vita, namque isthaec omnia a pontificia auctoritate omnino pendent: ideoque Apostolicae Sedis decreta, quae circa ea prodire contingat, inferiorum judicio et censurae nullo modo subjecta esse debent"; (14) que se refiere a los ritos sagrados, ceremonias, Sacramentos, vida de los clérigos, porque todo esto, depende absolutamente de la autoridad pontificia; y por lo tanto, los decretos de la Sede Apostólica que deben publicarse acerca de aquellas materias, de ningún modo deben estar sujetos al juicio y censura de los inferiores.

El Obispo que crea que por circunstancias peculiares, no convenga a su Diócesis una ley nueva, presente sus demandas a la Santa Sede. Y cuantas veces conozca la Sede Apostólica que las razones expuestas son válidas, no rehusa eximir de la ley general a una Iglesia particular.

14 Benedicto XIV de Synodo, lbr. IX, cap. VIII. Toda esta doctrina es de Huguenin. obr. cit. nos, 96 y 97, De Acceptatione legis.

Síguese ahora una cuestión de alta importancia y es la de la aceptación o recepción de las leyes de la Iglesia por los Príncipes, o sea del llamado Plácito regio. De ella trataré antes de cerrar el presente Artículo. Comenzaré por su definición.

El Placitum regium (Exsequatur), es la facultad atribuida a los príncipes de examinar las leyes pontificias y episcopales y de conceder o negar su publicación.-Veamos su origen histórico.-El origen del Placitum se remonta desde el Cisma de Occidente que duró desde el tiempo de Urbano VI, hasta el Conc. de Constanza. No existe vestigio alguno de esa facultad antes de esa época. Urbano VI, con el fin de que no se introdujesen impunemente los fraudes con ocasión del Cisma, concedió que antes de que se mandase la observancia de las Constituciones Apostólicas, los Obispos averiguasen si eran venidas del verdadero Pontífice. Con este motivo, los príncipes comenzaron también a inspeccionar las Bulas, para que los pueblos no fuesen engañados por los Pseudo-Pontífices. Martin V, quitó la facultad concedida por Urbano VI; pero cesando la causa, no cesó el efecto; pues extinguido el Cisma, la potestad civil retuvo en muchas naciones el Plácito y lo amplió gradualmente. Primero fué usado para los rescriptos beneficiales; después se extendió a los decretos disciplinares y finalmente aun a las Bulas dogmáticas. Desde aquel tiempo, con el fin de lisonjear a los príncipes, nacieron varios sistemas por los que se les vindicaba el derecho de aprobar las leyes eclesiásticas. Algunos aseguraban que esta facultad compentía a los príncipes por derecho propio de su suprema majestad; y hubo quienes sostuvieron que las leyes de los Pontífices no obligan en conciencia si no están aprobadas por la autoridad civil. Es obvia la refutación de este sistema.

Que el Plácito no está de acuerdo con los derechos de la Iglesia, puede probarse con tres razones:

Primera: Por la Constitución divina de la Iglesia.—La Iglesia y el Estado son dos sociedades distintas, perfectas e independientes en su orden. Es así que repugna a la independencia de ambas que una se arrogue el derecho de aprobar las leyes de la otra. Lo que puede decirse de dos Estados entre sí, debe decirse a fortiori de la sociedad eclesiástica respecto de la sociedad civil, puesto que la Iglesia fué instituida por Cristo con un fin sobrenatural. Ahora bien, el Plácito impide el libre ejerecicio de la potestad legislativa de a Iglesia, tanto por su naturaleza de sociedad perfecta, como por la voluntad de Cristo N. Señor. Luego se opone a los principios del derecho público.

Segunda: Por la práctica de la Iglesia.-Según nuestros adversarios esta facultad debería concederse no solamente a los príncipes cristianos sino, hasta a los infieles; pero esta teoría es absurda, si nos fijamos en el modo de obrar de la Iglesia. No podemos entender con qué derecho la potestad civil deba arrogarse esta facultad; y si no puede admitirse para los príncipes cristianos, mucho menos para los infieles

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