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por una humareda, negra y densa, que por momentos crecía en intensidad y volumen. Acórdose entonces de que se tocara a fuego, y sin más pensamiento que el de salvar su casa, llamó con fuertes golpes a la puerta de la casa del sacris tán, que por estar durmiendo la siesta tardó en abrir más de lo que la impaciencia del tio Sopas permitiera.

-Toque a fuego, que mi casa arde-exclamó Tiburcio en cuanto vio al sacristán.

-Si no puede ser, señor alcalde.... sino se pueden tocar las campanas.... usted mismo lo ha prohibido.

-Pues ahora mando lo contrario-dijo secamente con el despotismo de un rey absoluto.-¡Por algo soy el alcalde! -Es que ni aun queriendo me es posible-respondió el sacristán con cierta malicia.

-¿Por qué? Iré en casa del cura y hará cuanto yo le mande.... Soy el alcalde y se me está quemando la casa....

-El señor cura no está en el pueblo; se marchó esta mañana a las fiestas de Tobichuelas y no volverá hasta la noche.... Pero las campanas no se pueden tocar, porque según usted mandó se les quitaron los cordeles....

-Pues se sube a la torre. ¡Recáscaras!- vociferó el vinatero todo furioso.

-Tampoco es posible.... Acuérdese que por orden de usted se desmontó la escalera voladizo que había para subir....

Como persona a quien le dan un golpe en la cabeza quedó Tiburcio en aquel momento. Se veía cogido en sus propias redes, primer víctima de su absurdo mandato. No supo qué hacer, y no pensando más que en su total ruina salió corriendo por el pueblo con su camisa manchada de vino, sus pantalones rotos y su media arroba en la mano, pareciendo más bien una figura del Averno que un alcalde constitucional.... Sus voces alarmaron a los hombres y asustaron a las mujeres, que con toda tranquilidad dormían la siesta aquella tarde. Por el pueblo sólo se oía gritar.

-¡Fuego en mi casa.... mi pajar se quema.... mis graneros arden.... ¡Fuego! ¡Fuego!

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Nuestra Señora, bajo la advocación de las Iglesias pobres

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