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emplear? A todos nos manda levantar los ojos al Cielo: Unus est enim Pater vester qui in caelis est. (1) A todos, sin distinción de naciones, de lenguas, ni de intereses, nos enseña la misma forma de orar. Pater noster qui

afirma que el Padre

es in caelis; (2) es más, celestial, al repartir los beneficios naturales, no hace distinción de los méritos de cada uno: Qui solem suum oriri facit super bonos et malos: et pluit super justos et injustos (3). También nos dice, unas veces, que somos hermanos: y otras, nos llama hermanos suyos: Omnes autem vos fratres estis (4). Ut sit ipsi primogenitus in multis fratribus (5). Y, lo que más fuerza tiene para estimularnos en sumo grado a este amor fraternal aún hacia aquellos a quienes nuestra nativa soberbia menosprecia, quiere que se reconozca en el más pequeño de los hombres la dignidad de su misma persona : Quamdiu fecistis uni ex his fratribus meis minimis, mihi fecistis (6). ¿Qué más? En los últimos momentos de su vida rogó encarecidamente al Padre que todos cuantos en EL ha

(1) Matth., XXIII, 9.

(2) Id., VI, 9.

(3) Id., V, 45.

(4) Id., XXIII, 8.
(5) Rom., VIIII, 29.
(6) Matth., XXV, 40.

bían de creer fuesen una sola cosa por el vínculo de la caridad: Sicut tu, Pater, in me, et ego in te (1). Finalmente, suspendido de la cruz, derramó su sangre sobre todos nosotros, para que, unidos estrechamente, como formando un solo cuerpo, nos amásemos mutuamente con un amor semejante al que existe entre los miembros de un mismo cuerpo. Pero muy de otra manera sucede en nuestros tiempos. Nunca quizá se habló tánto como en nuestros días de la fraternidad humana; más aún, sin acordarse de las enseñanzas del Evangelio, y posponiendo la obra de Cristo y de su Iglesia, no reparan en ponderar este anhelo de fraternidad como uno de los más preciados frutos que la moderna civilización ha producido. Pero, en realidad, nunca se han tratado los hombres menos fraternalmente que ahora. En extremo crueles son los odios engendrados por la diferencia de razas; más que por las fronteras, los pueblos están divididos por mutuos rencores: en el seno de una misma nación, y dentro de los muros de una misma ciudad, las distintas clases sociales son blanco de la recíproca malevolencia; y las relaciones privadas se regulan por el egoísmo, convertido en ley suprema. Ya veis, venerables Hermanos, cuán necesario sea

(1) Joan., XVII, 21.

procurar con todo empeño que la caridad de Jesucristo torne a reinar entre los hombres. Este será siempre nuestro ideal y ésta la labor propia de Nuestro Pontificado. Y os exhortamos a que éste sea también vuestro anhelo. No cesemos de inculcar en los ánimos de los hombres, y de poner en práctica, aquello del Apóstol san Juan: Diligamus alterutrum (1). Excelentes son, es cierto, y sobre manera recomendables los Institutos benéficos que tanto abundan en nuestros días; mas téngase en cuenta que entonces resultan de verdadera utilidad cuando prácticamente contribuyen de algún modo, a fomentar en las almas la verdadera caridad hacia Dios y hacia los prójimos; pero, si nada de esto consiguen, son inútiles: porque qui non diligit, manet in morte (2).

Dejamos dicho que otra causa del general desorden consiste en que ya no es respetada la autoridad de los que gobiernan. Porque desde el momento que se quiso atribuír el origen de toda humana potestad, no a Dios, Creador y dueño de todas las cosas, sino a la libre voluntad de los hombres, los vínculos de mutua obligación que deben existir entre los superiores y los súbditos, se han aflojado hasta el punto de que casi han llegado a desapa

(1) Joan., III, 23. (2) Id., ibid., 14.

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recer. Pues el inmoderado deseo de libertad, unido a la contumacia, poco a poco lo ha invadido todo; y no ha respetado siquiera la sociedad doméstica, cuya potestad es más claro que la luz meridiana que arranca de la misma naturaleza: y, lo que todavía es más doloroso, ha llegado a penetrar hasta en el recinto mismo del Santuario. De aquí proviene el desprecio de las leyes; de aquí, las agitaciones populares; de aquí, la petulancia en censurar todo lo que es mandado; de aquí, mil argucias inventadas para quebrantar el nervio de la disciplina; de aquí, los monstruosos crímenes de aquellos que, confesando que carecen de toda ley, no respetan ni los bienes, ni las vidas de los demás.

Ante semejante desenfreno en el pensar y en el obrar, que destruye la constitución de la sociedad humana, Nós, a quien ha sido divinamente confiado el magisterio de la verdad, no podemos en modo alguno callar: y recordamos a los pueblos aquella doctrina que no puede ser cambiada por el capricho de los hombres: Non est potestas nisi a Deo; quae autem sunt, a Deo ordinatae sunt (1). Por tanto, toda autoridad existente entre los hombres, ya sea soberana o subalterna, es divina en su origen. Por esto San Pablo enseña que a los que están investidos

(1) Rom., XIII, 1..

de autoridad, se les ha de obedecer, no de cualquier modo, sino religiosamente, por obligación de conciencia, a no ser que manden algo que sea contrario a las divinas leyes: Ideo necessitate subditi estote, non solum propter iram, sed etiam propter conscientiam (1). Concuerdan con estas palabras de san Pablo aquellas otras del mismo Príncipe de los Apóstoles: Subjecti igitur estote omni humanae creaturae propter Deum : sive regi, quasi praecellenti; sive ducibus, tamquam ab eo missis... (2) De donde colige el Apóstol de las gentes que quien resiste con contumacia al legítimo gobernante, a Dios resiste y se hace reo de las eternas penas: Itaque qui resistit potestati, Dei ordinationi resistit. Qui autem resistunt, ipsi sibi damnationem acquirunt (3).

Recuerden esto los príncipes y los que gobiernan los pueblos y consideren si es prudente y saludable consejo, tanto para el poder público, como para los ciudadanos, apartarse de la santa religión de Jesucristo, que tánta fuerza y consistencia presta a la humana autoridad. Mediten una y otra vez, si es medida de sabia política querer prescindir de la doctrina del Evangelio y de la Iglesia en el mantenimiento del

(1) Rom., XIII, 5.

(2) I Petr., II, 13-14. (3) Rom., XIII, 2.

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