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todos se ponían de rodillas eh semicírculo al pie del altar, como lo ordena la liturgia. Un momento después se prosternaban, tocando el suelo con la frente, en señal de humildad, de adoración, de amor á la cruz por que fuimos redimidos. Y entretanto el Prior batía la bandera sobre los caballeros, para que el signo sagrado los cobijara con su sombra, como el ave defiende á los polluelos bajo sus alas maternales.

Los Canónigos de algunas catedrales de España, entre ellos los de Sevilla, recibieron el honor de ser Caballeros honorarios de las Ordenes Militares, y tuvieron derecho á la ceremonia de la Reseña. De España pasó el rito á algunos Capítulos de América, entre ellos al de Santafé de Bogotá.

¡Oh, si los fieles todos juraran en estos días sagrados la bandera de la Cruz! Si renunciaran á los estandartes manchados de nuestras revueltas civiles!

La bandera de la Cruz, símbolo de nuestra Religión; la bandera tricolor, enseña de nuestra Patria. ¡Y ninguna otra bandera!

MI NUEVO COADJUTOR

Sucesos de la vida de un anciano párroco irlandés.

NOVELA ESCRITA POR PATRICIO HEEHAN

(Continuación)

Ormsby no podía comprenderla; estaba admirado y desorientado. Intenté todas las frases de consuelo ; acudí á todas las palabras de resignación y de esperanza que constituyen nuestro patrimonio heredado; sólo conseguí penetrarme más y más de la exactitud del proverbio que nos dice: "Todos los discursos que se han

pronunciado desde los tiempos de Adán, no lograrán conseguir que la muerte deje de ser la muerte."

La hice bajar al Gallinero. La conduje al mismo sitio en que su padre y yo estuvimos charlando la mañana del día de la boda, al sitio en que el pobre capitán escuchó el Ite Missa est de su pobre vida, que llegaba tristemente á su fin. Le repetí palabra por palabra cuanto me habló Campión aquel día; sus remordimientos, su fe, su firme resolución para el porvenir, su pesar por no haberse acercado á la sagrada mesa con sus hijos, en la misa de matrimonio, y su propósito de comulgar con ellos el primer domingo después de que regresasen del viaje.

-De esto me hablaba, añadí, cuando sonó el Angelus del mediodía; quitóse respetuosamente el sombrero y rezó la salutación á Nuestra Señora........ ¿ Piensa usted, niña, que nuestro Padre, desde el Cielo, no había escuchado los suspiros de su corazón?

Berta pareció consolarse algo.

-Vamos, le dije, póngase el sombrero y nos iremos á ver á Dolorosa. Esa sabe más que usted y que yo acerca de la eternidad.

-¿Hay inconveniente en que nos acompañe Re

gino?

-Ninguno, contesté.

Reflexioné acerca del favor misericordioso de la Providencia que había hecho arraigar un cariño nuevo en aquel corazón del cual había sido bruscamente arrancado otro cariño.

-¿Puede venir también el Dr. Armstrong? Nos ha acompañado desde Dublín.

-Perfectamente. ¿Creo que quiere reconocer á

Alicia?

-Sí, señor; desea celebrar una consulta con nuestro médico.

-Muy bien. Pues iremos todos juntos.

Así lo hicimos. Sirvióme de gran lenitivo ver á las dos inocentes criaturas mezclar sus lágrimas en el cáliz de amargura que tenían que apurar.

-Oiga, Padre Dan, me dijo Alicia al despedirme: no hay inconveniente en que se entere la señora de Ormsby; usted me ha prometido que no me practicarán ninguna operación, ¿verdad?

-Si; te lo he prometido, querida niña; no tengas miedo, te tratarán con la más exquisita delicadeza.

El resultado del reconocimiento médico que se practicó al día siguiente, fue muy curioso. Realmente el cuerpo de la pobre enferma era una llaga dolorosa desde la palma de la mano hasta las plantas de los pies. El Dr. Armstrong no concedió á esto importancia extraordinaria.

-No puedo prometer devolverle la admirable beIleza que tuvo, según me dicen. Puedo, sí, restituirle la salud mediante tónicos enérgicos y mediante alimentación reconstituyente. No veo la menor dificultad. Me he encontrado frente á casos más graves, parcialmente curados. Pero la pobre niña está paralítica de medio cuerpo para abajo; contra esto nada puede la ciencia de los hombres.

Esto fue para mí una revelación. Deslicé una palabra al oído de Alicia, cuando se marcharon los médicos. La enferma se limitó á contestar: "¡ Alabado sea Dios!"

Cumpliéronse las predicciones del Dr. Armstrong. Lentamente, muy lentamente, en el transcurso de varias semanas, los síntomas exteriores de la terrible dolen

cia desaparecieron; la frente y la cara quedaron perfectamente curadas y sólo conservaron un leve matiz rojo, que se desvaneció con el tiempo. Las fuerzas volvieron día tras día. La sangre depurada eliminó los virus de morbosidad y de infección. Los cabellos principiaron á brotar, primero como pelusilla sedeña, después en forma de abundantes y hermosos rizos. Una especie de hermosura extraña, toda espiritualidad, animaba sus facciones; á mis ojos surgía la pequeñuela Alicia, la niñita, á la que antaño casi rendi culto. De una manera, también misteriosa, parecieron estar compenetradas las almas de Alicia y de Berta; á medida que las espinas se secaban y caían de sus frentes y de sus corazones, los capullos de las rosas del amor divino, vivificados en el ternísimo afecto que las unía, parecía como que se desarrollaban, y se entreabrían y lucían las magnificencias de sus suaves pétalos, hasta que la rosa del amor sustituyó á las rosas de fuego del sufrimiento, y el tiempo, supremo curandero, fue alejando, alejando más y más, hasta llevarse á horizontes muy remotos, el recuerdo de las pruebas sufridas y de las angustias cuya amargura halló alivio en la dulcedumbre de la resignación creyente.

Cierto día, á fines del otoño, cuando las hojas comenzaban á enrojecer por obra de las heladas nocturnas y de los días sombríos, grises y silenciosos, rodaron el sillón que ocupaba Alicia hasta la puerta de la casa, y la pobre niña vio de nuevo los objetos que en otro tiempo le eran familiares. Los pequeñuelos acudieron á festejarla ofreciéndole perfumadas flores y sazonados frutos, y la inocente inválida, elevando al cielo las manos pálidas y enflaquecidas, respiraba à plenos pulmones el aire tan puro y tan suave, y estremecía de júbilo sintiéndose resucitar. Sin embargo,

se

se preguntaba si, al fin y al cabo, no le convenían más el encierro de la alcoba, el lecho del dolor y su temible cruz con la imagen de Dios crucificado. Comprendía que su curación era obra también de la voluntad del Altísimo, é inclinaba la cabeza, reconocida, derramando lágrimas de alegría.

Y así la cruz iba siendo más leve en las espaldas de dos de mis hijos, para descargar más pesadamente sobre las del tercero. Transcurrían lúgubres los días, y no había alivio para mi coadjutor; su inquietud y su indecisión aumentaban. Estábamos sorprendidísimos al ver que nuestros buenos amigos de Kilkeel parecían haberse olvidado de sus agravios, y al observar que su jefe y defensor se rehusaba el placer intenso de escribir elocuentes y apostrofadoras epistolas á mi vicario. No teníamos la menor noticia de aquella gente.

A principios del otoño, el Padre Letheby recibió carta de la Dirección de Industria y Comercio: se le decía que el Inspector consideraba difícil lograr que el buque francés abonara indemnización; en cambio, añadian, la cantidad satisfecha por la Compañía de Seguros permitiría tal vez, después de reembolsarse la Dirección, indemnizar á los accionistas. Mi coadjutor se apresuró á dar cuenta de esta carta á los comerciantes de Kilkeel. No obtuvo respuesta.

También recibió otra carta del abogado de la Compañía Manufacturera de Loughboro; el proceso iba á verse ante la audiencia de Dublín. Sólo pudo contestar mi vicario manifestando que carecía de medios. para pagar, y que ofrecía, como, primer plazo, á cuenta, lo que obtuviese de la venta de sus muebles, libros y enseres domésticos.

Así estaban las cosas; el porvenir se presentaba cada vez más sombrio y más descorazonador. Una

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